Artículo publicado en Diario16+ el 5 de abril de 2025
Una de las epifanías editoriales más
reseñables de los últimos meses ha sido la publicación de los dos primeros
volúmenes del atípico manga Antengai de Tsubonari: Crónica onírica
y Capricho nocturno. Los sacó en otoño del año pasado un pequeño sello
especializado en japonerías, Kibook, y su recepción desbordó todas las
expectativas: toda la tirada se vendió como pan caliente, agotándose en
cuestión de semanas. Ahora los que no llegamos a tiempo podemos disfrutar de Antengai
en su segunda reimpresión y esperar con impaciencia la llegada del tercer tomo,
Espiral de recuerdos, de próxima publicación.
Un éxito de
ventas tan rotundo resulta sorprendente en el caso de este manga, y aún más
teniendo en cuenta la diversificación y saturación del mercado: no estamos
hablando de un título conocido, ni de un autor de renombre, ni de un
lanzamiento largamente anticipado por las legiones de otakus que hormiguean
disfrazados de mamarrachos por los festivales. Mira que yo intento estar al
tanto de lo que se cuece en la escena internacional, de cuáles son los mangas
que lo está petando en otros países, de las licencias que se rifan las
editoriales o de las últimas sensaciones en los rankings de Japón, pero el
nombre de Tsubonari me era totalmente desconocido y Antengai escapaba
por completo a mi radar. Es más, después de leerlo he intentado recabar
información en internet y no he encontrado prácticamente nada. Ni siquiera he
podido averiguar si detrás del seudónimo de Tsubonari se esconde un hombre
(como parece desprenderse del epílogo) o una mujer (como se registra, quizás
erróneamente, en su ficha de Tebeosfera). Por eso me admira la calaña de
friquis que deben ser los del equipo de Kibook, capaces de haber localizado en
el ruido de la mangasfera un talento tan descomunal como el de Tsubonari. Me
encantaría tomarme una cerveza con ellos (Kirin o Sapporo, por supuesto) y que
me revelen sus fuentes. Porque es un auténtico hallazgo.
Más
que un cómic al uso, Antengai es un singular ejercicio de worldbuilding:
en cada uno de sus capítulos va desgranando imágenes e historias de una
ciudad-isla imaginaria llamada, como era de esperar, Antengai. El entorno
urbano recreado por Tsubonari es opresivo, abigarrado y casi siempre nocturno: un
lugar envuelto en una atmósfera de decadencia y sensualidad donde la vida
cotidiana se funde con lo sobrenatural, y la realidad con los sueños. Antengai
no propone una historia lineal, sino pinceladas aparentemente inconexas a
través de las cuales el lector entrevé, como si de un voyeur se tratase,
escenas de la vida de los habitantes de la ciudad: un cartero clónico, un
domador de insectos, un fotógrafo de oscuro pasado, un joven que trabaja como
bailarina en el barrio de los farolillos… La mayor parte de las historias no
empiezan ni terminan: son apenas “retazos de un mundo flotante”, literalmente ukiyo-e,
que comienzan in medias res y se interrumpen abruptamente.
El cómic es tan
solo uno de los recursos visuales presentes en Antengai. Tsubonari
combina las secuencias en viñetas con otras secciones de carácter más visual
que narrativo, como fragmentos de un artbook imaginario: carteles de
teatro, fichas sobre enfermedades fabulosas, biografías de artistas de circo… y
un plano que nos permite situarnos en los barrios de Antengai donde sucede la
acción de los distintos capítulos. La naturaleza híbrida del formato de este
libro, que tan pronto es guía de viajes como álbum ilustrado, manga o catálogo
de curiosidades, consigue sumergirnos en la ciudad onírica donde se ambienta,
dotándola de entidad propia y de un carácter tan sugerente como perturbador.
El elemento
sobrenatural no es evidente, pero permea las historias de una manera sutil. Por
ejemplo, en el capítulo “Cuervos y palomas” asistimos a una conversación ligera
entre dos jóvenes amigas; todo parece normal, pero en una frase casual una de
ellas deja caer que tienen más de cien años. ¿Bromea o habla en serio? El
lector se queda con la incógnita. Como leitmotiv de la obra, entre los
habitantes de Antengai circulan todo tipo de rumores en torno a unos espíritus
llamados ayakashi, pero todo es muy difuso. Según pasamos las páginas,
nuevos misterios se amontonan sobre los anteriores. Tsubonari no explica nada;
muy al contrario, va cerrando cada vez más un manto de incertidumbre en torno
al lector.
El Oriente que
se despliega ante nuestros sentidos en Antengai no es el de los robots
gigantes y la hipertecnología, sino ese mismo Oriente mistificado y retrógrado que
encandiló a los simbolistas, a Ruben Darío y a Octave Mirbeau: un lugar de laca
y chinerías, humo de opio, placeres prohibidos y refinamiento en la crueldad. El
elegante erotismo que transpiran las páginas de Antengai es de signo
homosexual, con su foco en efebos de figura andrógina, estilizados según los
cánones del shojo. Se trata de un Eros perverso y sofisticado, ajeno a
las vulgaridades de lo genital, más cercano a un Cavafis o al Pasolini de Las
mil y una noches que a las convenciones del género yaoi. Un pintor
manco, sujetando su pincel con la boca, dibuja mariposas y dragones sobre el
cuerpo desnudo de su amante. Un prostituto recibe el encargo de matar a uno de
sus clientes; al negarse, es exquisitamente castigado, suspendido con cuerdas
rojas del techo del burdel. Los habitantes de Antengai imaginados por Tsubonari
son casi invariablemente jóvenes y lánguidos, algunos tan frágiles que su piel
transparente se quiebra al rozarla.
Este manga es
atípico en todos sus aspectos: a primera vista podría parecer un manhwa
coreano de esos que están de moda, porque todas sus páginas son a color, cosa
rara en el mercado japonés. El colorido está especialmente cuidado,
predominando tonos de laca chinesca (rojos, negros y dorados) que alternan con
verdes en el primer tomo y azules en el segundo, dando así cierta unidad
estética a cada volumen. Donde más deslumbra el arte de Tsubonari es en las
estampas, donde se pone de manifiesto la influencia del ukiyo-e japonés
y de la pintura tradicional china, así como de autores contemporáneos de la
ilustración japonesa como Suehiro Maruo o Takato Yamamoto, un artista muy
influido también por la estética del simbolismo en sus escenas homoeróticas de
vampiros y sansebastianes. Basta con echar un vistazo a las espectaculares cubiertas
de Crónica onírica y Capricho nocturno para darnos cuenta de que
estamos ante una obra de un nivel estético fuera de lo común. Lo visual se
conjuga perfectamente con el contenido, dando lugar a un todo que se armoniza
con una belleza intoxicante y perturbadora. No es raro que la primera edición
volara de los expositores en las librerías. Y luego hay quien se queja de que
el público de manga tiene mal gusto. Pues va a ser que no. Nanay. O, como diría
Superlópez, “naranjas de la China”.
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