Artículo publicado en Diario16+ el 10 de julio de 2025
Ante la avalancha de manga en el
mercado internacional, puede que muchos tengan la sensación de que Japón es el
único país asiático productor de cómic. Cierto es que el leviatán mediático de
la industria de entretenimiento nipona ensombrece las propuestas de otros
países del Extremo Oriente, y aunque últimamente los estantes de las librerías
se están llenando de manhwa coreano (de los vivos colores de Solo
Leveling o La leyenda de Shim Chong al crudo testimonio biográfico
de Keum Suk Gendry-Kim en Hierba), las voces artísticas de otras
naciones del área no suelen llegar hasta nosotros. Es el caso del manhua taiwanés.
La isla de Formosa vivió una primera
edad de oro del cómic en la década de 1950, con figuras como Liu Hsing-chin
(una especie de Tezuka taiwanés, boina incluida) o Hsu Mao-sung, autor de una
monumental vida de Buda. Sin embargo, el recrudecimiento de la represión por
parte del Kuomintang durante los años del “Terror Blanco” tuvo como
consecuencia el silenciamiento casi total de los autores de manhua. Se
prohibió la producción y consumo de cómics en la isla hasta el fin de la ley
marcial en 1987. A partir de entonces la escena local de historietistas se
empezó a recuperar, apoyada activamente por las políticas públicas desde
comienzos del presente siglo. El Ministerio de Cultura de Taiwán (oficialmente
República de China) ha hecho mucho por promover la creación de cómic en su
territorio, razón por la cual los actuales actores de manhua,
persiguiendo las subvenciones, suelen apostar por temáticas que refuerzan la
identidad cultural taiwanesa por encima del puro entretenimiento. Con este
soporte institucional, el nuevo manhua de la isla ha prosperado en un
ecosistema favorable cuyas referencias son la revista CCC (Creative Comic
Collection), los premios Golden Award y el Museo Nacional del Cómic (¡toma
nota, Urtasun!); y gracias al impulso diplomático, cada vez son más las obras
que se traducen y llegan Occidente. Parte de este momentum es la
publicación en España de Crónicas de la isla efímera, de Li Shang-Chiao
(guión) y Evergreen Yeh (dibujo).
Desde hace ya una década, Evergreen
Yeh mantiene relación directa con la escena europea a través de residencias
artísticas en Angulema y Madrid. La editorial francesa Patayo le ha publicado
un par de álbumes ilustrados de su serie Lost Gods, donde salta a la
vista la capacidad de este autor para construir evocadores escenarios en los
que mestiza la mitología oriental con el steampunk. Tal es la estética
que se desarrolla también en Crónicas de la isla efímera, donde la carta
de presentación de Yeh es su reconocible lenguaje visual: una sinfonía de
manchas de color que contrasta con el monocromatismo del manga japonés. Renunciando
deliberadamente a los medios digitales, Yeh pinta con acuarela y lápices de
colores, limitando la paleta a tonos ocres y azulados. El predominio del sepia
confiere al aspecto gráfico de este manhua un cierto aire vintage,
como de fotografía vieja. El trazo es suelto y descuidado; muchas veces Yeh no
se preocupa de borrar las correcciones, lo que le da a la obra la frescura
visual de un cuaderno de bocetos. Si el diseño de personajes acusa la
influencia del manga, el trazo y el paisaje nos remiten más bien a las
expresivas imprecisiones de la pintura tradicional china.
Crónicas de la isla efímera yuxtapone tres historias sutilmente interconectadas, ambientadas
en un escenario común: un mundo distópico en plan Waterworld, en el que
los casquetes polares se han derretido y lo que queda de la humanidad malvive
en ciudades-islote esparcidas por el océano. Se trata de un futuro no tan
improbable, en el que los recursos naturales del planeta están al borde del
agotamiento, al que los autores dan el nombre geológico de “postcapitaloceno”.
En este mundo precario circula la leyenda de la isla efímera, un peñasco
flotante perennemente rodeado de tormentas que constituye el último resto de
naturaleza virgen. De una manera u otra, el leitmotiv de la isla efímera
aflora, como un atisbo de esperanza, en cada una de las historias.
La primera de estas narra el
encuentro entre un contrabandista y una chica misteriosa, única superviviente
de un naufragio. La segunda es la historia de una travesía a lo largo de una
especie de “ruta de la seda” aérea por la que circulan los escasos recursos con
los que comercian las ciudades: una odisea llena de peligros, al estilo de las
clásicas aventuras en el mar con sus piratas y sus tempestades. Esta historia
central es la más larga y la más floja del volumen: contiene muchos personajes
que apenas tienen espacio para definirse (ya no digamos para desarrollarse), y
cuando aparecen en escena vienen acompañados de una cartela explicativa:
“Hikari Amano (25 años). Alcaldesa de Terrarossa”; “Lily (60 años). Madre de
Laura”. El recurso resulta torpe e irritante, aunque es cierto que ayuda a
seguir una trama tan densa comprimida en tan pocas páginas. La mejor es sin
duda la tercera historia, que transcurre en la propia isla efímera. En ella
acompañamos a la última sacerdotisa de los aborígenes isleños, una niña albina
y sordociega que posee el poder de caminar por el mundo de los espíritus, donde
se encuentran las claves para restablecer el equilibrio entre la raza humana y
la naturaleza. Aunque las historias son autoconclusivas, el cómic da sensación
de inacabado, como si apenas hubiéramos podido vislumbrar todas las narrativas
que puede generar este marco postapocalíptico de agua, viento y basura. Y es
que, en efecto, los autores están trabajando en una secuela. Os puedo decir que
he podido ver el avance de algunas páginas y tiene una pinta estupenda.
Este manhua es pura épica
ecológica, con su advertencia del colapso planetario y su celebración de la
multiforme, y a veces temible, fuerza de la naturaleza. No solo en esto se
acusa la influencia del estudio Ghibli, sino también en el tono evocador de la
narración, en el diseño de los destartalados artefactos voladores, y especialmente
en el propio arte, que es como un homenaje sucio e impresionista al Miyazaki
mangaka (véanse Nausicaä del Valle del Viento o El viaje de Shuna).
En definitiva, los aficionados al
cómic debemos agradecer a Nuevo Nueve que nos haya acercado una obra tan
diferente y enriquecedora, en una edición cuidada (a salvedad de alguna
errata), a todo color, en papel de buena calidad, y encima a un precio
asequible en estos tiempos en que los tebeos se cotizan como el oro. Ponernos a
Taiwan en el mapa ha sido el último logro de la editorial de Ricardo Esteban,
que se está convirtiendo en mi sello favorito del panorama español: en este
año, además de un chorreo constante de Label 619, nos ha traído Carcoma
de Andrés Garrido, que podría ser el cómic del año, y lo nuevo de Lucie Bryon,
el delicioso Happy Endings. Que siga la racha.
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