Artículo publicado en Diario Sabemos el 8 de noviembre de 2025
En un artículo de 1964, fundamental
para entender la experiencia estética contemporánea, Susan Sontag hablaba de la
sensibilidad camp: la apreciación de productos culturales que, aunque en
principio carezcan de valor artístico y hayan sido concebidos para el consumo
de masas, son ennoblecidos precisamente por su falta de gusto. “La definición
última de camp: es bueno porque es horrible”, escribía Sontag. El
actual universo estético de lo friqui es una proyección de este concepto. Los
friquis, dandis de nuestro tiempo, se complacen en rescatar los residuos más
infames de la cultura popular, viejuna a ser posible, para convertirlos en
iconos identitarios de su propia religión estética: el friquismo. Subproductos
denostados en su momento cobran para los iniciados un nuevo encanto, sobre todo
si tienen algo que ver con los géneros estrella de terror y ciencia ficción. En
el campo del cine, se revalorizan las películas de Ed Wood o las de Jesús
Franco, y autores contemporáneos como Quentin Tarantino o Tim Burton construyen
un riquísimo lenguaje creativo basándose en un homenaje constante al pulp
y a la serie B. Quizá dentro de esta corriente de reciclaje camp podamos
incluir la reciente edición en España de La invasión de los hongos del
espacio de Marina Shirakawa, a cargo de Diábolo Ediciones.
Marina Shirakawa, que pese a su
nombre era un señoro con patillas, es uno de los nombres olvidados del manga de
explotación. Trabajaba para editoriales de segunda fila especializadas en
subproductos de terror morboso y erotismo, como Akebono Shuppan o Hibari Shobo.
En un ensayo del historiador del manga Ryan Holmberg, que se incluye en la
presente edición de La invasión de los hongos del espacio, se citan
algunas de sus obras más representativas, cuyos títulos hablan por sí mismos: La
leyenda del vampiro, El platillo volante devorador de hombres, La
princesa serpiente demoníaca, La ciudad de los gatos zombi o Por
favor, mamá, no des a luz a un monstruo. Huelga decir que los argumentos,
resumidos por Holmberg en su ensayo, son descabellados hasta decir basta. Esta
lista es suficiente para hacerse una idea del tipo de autor que era Shirakawa:
un especialista en el género fantástico-bizarro. La considerada como su obra
maestra es esta que tenemos entre manos, La invasión de los hongos del
espacio (1976), que abunda en la temática entonces tan en boga de los
platillos volantes y la amenaza de una invasión extraterrestre.
En los setenta el fenómeno OVNI
estaba en la cresta de la ola de la cultura popular. El movimiento raëliano,
los libros de Erich von Däniken, la multiplicación de testimonios sobre
avistamientos y abducciones… A la vista de su obra, todo hace pensar que Marina
Shirakawa creía sinceramente en este conglomerado de sandeces fascinantes,
porque tras su fachada de terror truculento en La invasión de los hongos del
espacio subyace un fondo de seriedad. “En lo camp ingenuo, o puro
—dice Susan Sontag—, el elemento esencial es la seriedad, una seriedad que
fracasa. […] Aquella que contiene la mezcla adecuada de lo exagerado, lo
fantástico, lo apasionado y lo ingenuo”. Con este manga, bizarro a más no poder
en su fondo y en su forma, Shirakawa busca sermonearnos para que tomemos conciencia
de un peligro que él considera muy real; con los medios de que dispone, lanza
una advertencia al planeta. El rostro que toma en esta ocasión el fin del mundo
es el de una invasión de hongos que llegan a la Tierra desde el espacio
exterior. Estos organismos alienígenas parasitan todas las formas de vida del
planeta, amenazando con exterminar la humanidad y hacer de la civilización un
sueño del pasado. No es una premisa nueva en la ciencia ficción: recordad la
magnífica película de Don Siegel La invasión de los ladrones de cuerpos
(1956) o su no menos magnífico remake, La invasión de los ultracuerpos
(Philip Kaufman, 1978). Aunque en estas el agente destructivo proveniente del
espacio no es de origen fúngico sino vegetal (aquellas vainas tan chungas que
envolvían a la gente como sudarios), el sistema de propagación de la especie
invasora es semejante al concebido por Shirakawa.
La historia avanza como una sucesión
de golpes de efecto, usando la retórica característica del cine de terror de
serie B. Alterna secuencias de suspense, narradas con un ritmo exasperantemente
lento, con otras que condensan en pocas viñetas el avance de la invasión a
escala planetaria; y para hacer el ritmo más irregular todavía, Shirakawa
interrumpe la narración principal de cuando en cuando para meter páginas
informativas, en forma de cuña, en las que se dedica a explicar a los lectores
curiosidades sobre el mundo de los hongos, el fenómeno OVNI o las leyendas de
los yokai (a las que era muy aficionado, como el gran Shigeru Mizuki).
Estas rupturas le dan al manga un tono incoherentemente didáctico que
acrecienta aún más su condición de artefacto bizarro.
En lo que al apartado gráfico se
refiere, Shirakawa aplica los estándares del manga de la época, tanto en el
escenario como en los personajes: estos resultan rígidos, limitados por un corto repertorio expresivo (la
mayor parte del tiempo, una mueca de horror grabada en el rostro) y con serios
problemas en la representación anatómica y en el dibujo de manos y pies. Hay
que reconocer que el paso del tiempo le ha dado cierto encanto naif y primitivo
a esta forma de representación, como ocurre con los tebeos de Roberto
Alcázar y Pedrín. No solo en el dibujo sino también en los recursos
narrativos, La invasión de los hongos del espacio sigue servilmente la
referencia de Kazuo Umezz, el máximo representante del manga de terror de la
época: un autor emblemático que abrió el camino a Junji Ito por un lado, y al eroguro
de Suehiro Maruo por el otro. La influencia de Umezz se nota especialmente en
el entintado, el uso de las sombras y la gran profusión de masas oscuras en las
páginas. Por cierto, que en una de las obras más populares de Umezz, Aula a
la deriva (1972-74) ya aparecía el motivo de los hongos asesinos. El
elemento visualmente más conseguido de La invasión de los hongos del espacio
son sin duda los seres humanos zombificados que deambulan poseídos por los
hongos de marras, emanando una siniestra fosforescencia: una imagen que, como
apunta en su prólogo Takeo Udagawa, guarda una relación directa con la famosa
representación que hace Keiji Nakazawa en Pies descalzos (1973) de las
víctimas de la bomba de Hiroshima, como cadáveres andantes que caminan sin
rumbo por las ruinas de la ciudad.
Y es que La invasión de los
hongos del espacio, como tantas otras obras de manga, es en el fondo una
expresión de la angustia nuclear que atenazaba a los japoneses en aquella
época. Los horrores que Shirakawa hace venir del espacio son una
reinterpretación, en clave alienígena cutre, de esos otros horrores que el
pueblo nipón había vivido en sus propias carnes tan solo tres décadas atrás.
En fin, que fuera de su indudable
encanto camp, friqui, bizarro o como queráis llamarlo, poco vamos a
encontrar en esta curiosidad que es La invasión de los hongos del espacio
que justifique la revalorización que está recibiendo. Diábolo es una de las
editoriales nacionales más queridas por los aficionados al cómic, y hace una
extraordinaria labor publicando no solo libros teóricos de calidad, sino
necesarias y cuidadas reediciones de los clásicos de EC (Two-Fisted Tales
o Tales from the Crypt), Li’l Abner de Al Capp o Bringing Up
Father de George McManus. Pero en este caso me da rabia que una editorial
tan cojonuda como Diábolo invierta tiempo, cariño y esfuerzo en desenterrar una
rareza como esta mientras permanece inédito en nuestro país gran parte del
canon del manga clásico: la mayor parte de la producción de autores como Sanpei
Shirato, Shotaro Ishinomori o Daijiro Morohoshi, o la totalidad de la obra de
Mitsuteru Yokoyama, por decir cuatro ejemplos flagrantes que me vienen ahora a
la cabeza.

Comentarios
Publicar un comentario