Artículo publicado en Diario16+ el 11 de abril de 2025
De forma paralela al mercado oficial
del cómic, copado por una tupida red de distribuidoras y editoriales que compiten
entre sí bajo la bandera del beneficio, existe un mercado alternativo que en
nuestro país goza actualmente de excelente salud: el de los fanzines y la
autoedición. Este escenario es el ecosistema habitual de aquellos artistas que
hacen las cosas exclusivamente por amor a lo que hacen, ajenos a las exigencias
comerciales. El microcosmos de la autoedición es cantera del sector
profesional, y no son pocos los autores consagrados que mantienen con orgullo
el vínculo con sus raíces fanzineras, donde salta la chispa creadora y
contracultural del cómic en toda su pureza (es el caso de Borja González con el
colectivo pacense “La gofrera roja”); otros autores y editores se niegan
directamente a participar en las mezquindades del gran juego editorial, que
tantas veces degenera en merienda de negros, y se mantienen eternamente en el
limbo de los fanzines, que son punk y son arte por el arte. A escala
internacional, esta escena agrupa un espectro de creación que va desde lo
banalmente amateur hasta algunas de las propuestas más osadas del
panorama del cómic. Crumb, Spiegelman, Burns y los hermanos Hernández sacaron
lo mejorcito de su producción en los fanzines; a Dave Sim nunca le hizo falta
abandonar la autoedición para que su Cerebus se convirtiera en leyenda;
y tres cuartos de lo mismo pasa en la tierra del manga, donde lo que sale de
las profundidades del dojinshi tiene mil veces más interés que lo que
publican en la Jump los halcones editoriales de Shueisha.
En
España, este antimercado del cómic se reúne y se celebra a sí mismo en las
ferias de autoedición, eventos donde autores, editores y lectores entran en
contacto de tú a tú: el Graf de Barcelona, el Zorroclocos de Murcia, el Turbo
de Guadalajara o el Fanzimad, que ha celebrado recientemente su tercera edición
en Madrid invadiendo los espacios de la Biblioteca Iván de Vargas. Por allí
estuve, charlando con unos y con otros y llenando la saca de tesoritos; y una
de mis paradas fue el tenderete del sello independiente Malfario, uno de los
habituales en estos saraos. En confianza, muchas propuestas de las que se
encuentran en las ferias de autoedición tendrán todo el encanto del DIY pero no
dejan de ser artefactos cutres; sin embargo, el material de Malfario sorprende
por su consistente calidad, tanto en la forma como en el contenido, propios de
una editorial de primera división. Tanto es así que alguna vez tienen problemas
para ser aceptados en los encuentros más antisistema, ya que editan con
exquisita profesionalidad y hasta caen en la herejía de poner ISBN a sus
publicaciones. Por ello, Malfario es un sello entre dos aguas, con un pie en la
bendita libertad de la autoedición y otro en el expertise de la edición
pro. Aparte de su revista homónima Malfario, que tiene ya siete números
en su haber, este sello ha sacado un par de tebeos de gran envergadura: Bastardos
de MA, etiquetado como “primer cómic segoviano de serie B”, y el que ahora voy
a comentar, Samhain de Lobón Leal, un grueso tomo de 300 páginas que me
conquistó desde el momento en que vi su cubierta, como una epifanía, entre el
torbellino de estímulos del Fanzimad.
El
planteamiento de este cómic para todas las edades no puede ser más fantástico.
En Samhain se contraponen dos mundos, separados por una volátil línea fronteriza:
uno, a todo color, es el “mundo mágico”, dominado por una naturaleza exuberante
y habitado por todo tipo de criaturas maravillosas con poderes; el otro, en
blanco y negro, es el que el autor llama “hemisferio izquierdo”, que se
corresponde con una realidad más prosaica, regida ya no por la magia sino por
el dinero. Los protagonistas de la historia, que viven en la dimensión mágica,
son dos niños cetáceos (los hermanos Mika y Miko) y su mascota, el pulpo Frigo.
Las referencias al imaginario infantil de los helados no paran en el nombre de
los personajes: su ataque combinado más letal es el twister. Un buen
día, los hermanos cetáceos descubren el trineo siniestrado de Papá Noel, que ha
sufrido un accidente y ha desparramado por el bosque su cargamento de regalos y
unos extraños objetos comestibles hasta entonces desconocidos en el mundo
mágico: chuches. Es así como Mika y Miko descubren el azúcar, e hiperactivados
por el subidón de glucosa parten en dirección al hemisferio izquierdo en busca
de más golosinas. Sin embargo, al cruzar la frontera tendrán que vérselas con
una joven bruja capitalista llamada Díadetodoslossantos, que espera ansiosa la
llegada de la Noche de Difuntos (el Samhain celta) para invocar a los espíritus
de los muertos y sacar de ello una buena tajada económica. A partir de ese
momento, los protagonistas se verán envueltos en un conflicto triangular de
proporciones cósmicas entre Papá Noel (que es una especie de motero malasañero
cargado de tatuajes), la susodicha bruja y una especie de men in black
que tratan de mantener el orden a ambos lados de la frontera. Demencial, ¿no?
Algunas
de las referencias de Lobón Leal son evidentes: el cuento de Hansel y Gretel,
con los dos hermanitos seducidos por las chocolatinas de la bruja; la peli de El
mago de Oz de Victor Fleming y su contraposición de un mundo real en blanco
y negro con un mundo de fantasía en Technicolor; el conflicto entre
Santa Claus y las criaturas de Halloween escenificado por Tim Burton en Pesadilla
antes de Navidad; y, finalmente, el rollo épico/ecológico de Studio Ghibli
(¿lo llamamos “ecopeya”?). En lo que se refiere al apartado visual, tanto el
ritmo narrativo como la articulación de las secuencias de acción es shonen
en estado puro: Lobón pertenece claramente a una generación de ávidos lectores
de manga que ha mamado ese lenguaje en la adolescencia y ahora es capaz de
reproducirlo con total naturalidad. Ojo, que hablo de secuencias y no de
estética, porque los personajes de Samhain no tienen nada de japo. De
hecho, el de este autor es un estilo muy personal, hiperbólicamente dinámico y
expresivo, de personajes de trazo sintético y rostros desencajados. Este cómic
entra por los ojos. Su estética produce un efecto sobre el lector similar al
que ejercen las chuches sobre sus protagonistas. “Eye candy”, que dicen
los angloparlantes: “caramelo visual”.
Por
lo que he leído, además de chiclanero de cuna y dibujante de tebeos, Lobón Leal
es ilustrador y concept artist para videojuegos y animación: un perfil
habitual entre los autores de hoy en día, y que se nota en el dinamismo y el
impacto gráfico de cada una de las páginas de Samhain. Y es que Samhain,
insisto, entra por los ojos. La fantasía desbordante del argumento sirve de
excusa para un despliegue visual apabullante; el autor se recrea en atrevidas
composiciones de página que en ocasiones (todo hay que decirlo) priorizan el
impacto estético sobre la legibilidad de las viñetas. Según avanza la historia,
el argumento se va diluyendo y va quedando en segundo plano tras la arrolladora
fuerza de las secuencias; e, igual que ocurre en Dragon Ball, la
historia acaba por desaparecer sepultada por una avalancha de peleas. Si hay
algo que se le pueda reprochar a Samhain es que rompe el equilibrio
entre historia e imagen, decantándose claramente por esta última. Pero ahí está
precisamente parte de su encanto: en la desproporción, en la exageración, en la
desmesura.
Con
este tebeo se demuestra una vez más que en la escena alternativa se pueden
encontrar obras más audaces que en el panorama editorial más canónico. Al igual
que ocurre con el resto de las publicaciones de Malfario, no encontraréis Samhain
en Amazon, ni en El Corte Inglés, ni en la Casa del Libro. Y eso le honra. Así
que moved el culo y acercaos a las ferias, que es donde suceden las cosas.
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