Artículo publicado en Diario16+ el 8 de agosto de 2025
Uno de los temas más recurrentes en
estos tiempos que corren es el de la relación entre el ser humano y las
máquinas, así como los vínculos que creamos con ellas. Todo tipo de
especulaciones y fantasías alrededor de este motivo cenital inundan
tanto la ficción como la no ficción, tanto el ensayo sesudo como el pulp
fantacientífico, y más aún ahora que estamos viendo día a día cómo el ascenso
de la inteligencia artificial cambia paulatinamente nuestra cotidianidad. Hace
siglos que el tropo de los afectos entre hombre y máquina revolotea por el
imaginario occidental, en un amplio arco que abarca desde la muñeca autómata
Olimpia en El hombre de la arena de Hoffmann hasta aquellos replicantes
que soñaban con ovejas eléctricas y que Ridley Scott llevó a la pantalla en Blade
Runner. El tema es más omnipresente todavía en la cultura japonesa
contemporánea: las reflexiones sobre la humanidad del robot se han venido
prodigando en el manga desde el Astroboy de Tezuka, y llegaron a su
madurez a finales del siglo pasado con los cantos al transhumanismo de Masamune
Shirow (Ghost in the Shell, Appleseed) o Yukito Kishiro (Alita,
ángel de combate). Pero el tema está lejos de agotarse. El otro día, sin ir
más lejos, eché un vistazo a la mesa de novedades de mi librería de guardia y
me encontré con dos recientes lanzamientos de manga que, pese a ser muy
diferentes entre sí, no son sino variaciones sobre el motivo de la niña y el
robot. En otro momento hablaré de Erio y la muñeca eléctrica de
Shimazaki Mujirushi y Kuroimori, una fábula steampunk con ecos Ghibli.
Hoy me ocuparé de la otra: Heart Gear de Tsukushi Takaki, serie de la
que Norma acaba de publicar en España su quinto tomo.
El escenario que plantea Heart
Gear es el de una distopía postapocalíptica (hasta aquí, nada nuevo). Doscientos
años después de que la humanidad haya sido diezmada por una guerra devastadora,
el planeta está poblado por los robots que aún permanecen activos: los gears.
Algunos, programados para la guerra, siguen luchando entre sí en un bucle
infinito siglos después de acabada la contienda. Otros trabajan para hacer de
la Tierra un lugar agradable para los humanos, sin importarles demasiado que
estos ya lleven doscientos años extinguidos por completo. ¿He dicho por
completo? No del todo, porque por alguna misteriosa razón hace su aparición en
escena una niña humana: un bebé surgido de una cápsula a la deriva, como
Moisés, Supermán o Goku, a quien adopta un paternal gear que le pone el
nombre de Roue, “rueda” en francés. Roue crece junto a su metálico padre
adoptivo y, a raíz de un desencadenante dramático que no quiero destripar aquí,
decide abandonar el nido y emprender un viaje de (auto)descubrimiento en
compañía de un robot guardaespaldas, Chrome.
El patrón del viaje, episódico y
lineal, articula la estructura de Heart Gear. La meta de Roue y Chrome
es una tierra de promisión llamada Heavenland, que cumple la misma función
narrativa que la Ciudad de Esmeralda en El mago de Oz. Se podría decir
que Roue y Chrome siguen el camino de baldosas amarillas, tras los pasos de
aquel otro robot machadiano que era el Hombre de Lata: se hace camino al andar.
¿Será Heavenland el fin del camino o una etapa más en un viaje interminable? Y
qué más da, porque lo enriquecedor de viajar no es llegar a la meta, sino el
propio viaje como experiencia vital, como vía para el conocimiento de uno mismo
y del mundo. A través de los sucesivos conflictos que conforman el trayecto,
Roue irá descubriendo lo que significa ser humana mientras Chrome acumulará
experiencias que forjarán su identidad como robot: la equivalencia de ambos
procesos irá desdibujando las diferencias entre humanidad y robotidad.
Ya sabemos desde Huxley y Asimov que
en todo buen relato de ciencia ficción subyace un fondo filosófico. Hacernos
preguntas sobre la condición del robot nos lleva a las grandes dudas
existenciales. ¿Qué es la vida? ¿Actuamos con el libre albedrío? ¿Es posible
discernir entre el bien y el mal? ¿Existe el alma? ¿Cuál es la diferencia
ontológica entre humanos y máquinas, especialmente cuando estas llegan a un
estado de evolución y autoconsciencia tan avanzado como el que contemplamos en
la ficción y empezamos a vislumbrar en la realidad? La trama de Heart Gear
formula al lector estas preguntas, convirtiéndolas en el verdadero centro de la
historia: una historia, por otra parte, generosamente sazonada con las
habituales secuencias de acción, aventuras y fanservice que exigen los
códigos del shonen. Al fin y al cabo, esta es una serie de la Shonen
Jump.
Inmerecidamente, Heart Gear
está pasando bastante desapercibido en el actual panorama del manga, saturado
de novedades, reediciones y bombazos editoriales. Y es que, en realidad, no
aporta nada nuevo: es un shonen de ciencia ficción como tantos otros.
Pero es que la sobreabundancia de títulos en el mercado a veces nos hace
subestimar el nivel de excelencia al que ha llegado la industria del manga, una
excelencia de la que es muestra esta magnífica obra de Tsuyoshi Takaki: un
dibujo espectacular lleno de poderosas masas negras, un ritmo narrativo
impecable, un uso moderado del chibi (recurso del que otros shonen abusan
hasta el hartazgo) y un equilibrio perfecto entre el fluir del argumento y las
secuencias de acción, necesarias para satisfacer las expectativas de la
demografía a la que va dirigido.
Last but not least, hay un último aspecto de Heart Gear que me gustaría subrayar,
y es que rezuma por los cuatro costados la influencia del videojuego NieR:
Automata, obra maestra del desarrollador Yoko Taro. Su lanzamiento data de
2017, dos años antes del inicio de serialización de Heart Gear, de modo
que es más que plausible que Takaki pasara horas y horas enganchado a este
exigente hack and slash con elementos de rol en el preciso momento en
que diseñaba su próxima obra. Heart Gear y NieR: Automata
comparten la temática de un mundo gobernado por máquinas, el tono filosófico de
la historia y, sobre todo, la estética de los robots, cuyos aspectos cubren un
amplio repertorio desde el mecha titánico al replicante de aspecto
humano. En la estela de las pin-ups de Hajime Sorayama, Taro y Takaki muestran
una predilección por androides sexualizadas, con un estilismo entre el
ciberpunk y el BDSM: cuero y látex, gorras militares, máscaras con costurones,
vendas negras y caretas antigás.
Pero Takaki no es el único mangaka
en tomar prestados elementos del mundo de los videojuegos. Para Ataque a los
titanes, Hajime Isayama tomó descaradamente su inspiración de títulos como Valkyria
Chronicles de Sega o Muv Luv Alternative del estudio Âge, mientras
que la estructura narrativa de series como Guardianes de la noche o el
universo Dragon Ball reproduce la segmentación en niveles de los juegos
de arcade: una sucesión de combates de dificultad creciente, coronados por
jefes cada vez más poderosos. Esto confirma mi teoría de que los videojuegos
han desplazado al cine como fuente de inspiración para el noveno arte. Si hace
setenta años Milton Caniff, Will Eisner o el mismo Tezuka construían las bases
de sus respectivos lenguajes de cómic trasladando al papel las secuencias de la
gran pantalla, hoy es la estética de los videojuegos la que marca el ritmo de
las viñetas en el manga. Los críticos y aficionados al manga contemporáneo
deberíamos conocer bien el mundo de los videojuegos, puesto que de ellos emana
la sensibilidad de las nuevas narrativas que se imponen en la industria del
entretenimiento.

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