Artículo publicado en Diario Sabemos el 6 de octubre de 2025
Quienes no hemos vivido en
Valladolid solemos tirar de ese cliché que imagina la ciudad del Pisuerga como
un nido de aznaritos repeinados y señoronas con perlas, gente bien que los
domingos después de misa se reúne en los bares finolis que rodean la Plaza
Mayor a echar pestes de los inmigrantes y suspirar por más privatizaciones en
torno a unas copas de ribera. No en vano hay quien lo llama “Fachadolid”. Pero
estaríamos muy equivocados si pensáramos que a eso se reduce el paisaje humano
de la ciudad, porque junto al Valladolid rancio y clasista hay otro Valladolid
obrero y marginal, formado por aquella ciudadanía, desnuda de privilegios, que
tuvo la mala estrella de nacer en el barrio equivocado: es de este Valladolid
del que nos habla Rut Pedreño en Al otro lado de la vía.
Pese a su juventud, Rut Pedreño ya
se ha hecho un nombre en la ilustración publicitaria y en el cómic infantil; su
Nicoleta y el misterio del colmillo, con guion de Katia Klein, recibió
el premio al mejor cómic infantil y juvenil en el cuadragésimo Salón del Cómic
de Barcelona. Ahora, a través de la plataforma de crowdfunding Spaceman
Project, acaba de publicar Al otro lado de la vía, su primer cómic de
envergadura dirigido a un público adulto: una obra muy personal que tiene mucho
de autobiografía ficcionada y otro tanto de sinfonía urbana… ¿o debería decir
suburbana?
El verdadero protagonista de Al
otro lado de la vía es el barrio, un espacio al que accedemos como lectores
a través de tres líneas temporales paralelas e interconectadas: la memoria
histórica, la memoria personal y el momento presente. La memoria histórica nos
traslada a los días de la Guerra Civil, cuando el barrio aún no era un barrio,
sino un descampado al que bajaban los señoritos del centro de Valladolid para
ver cómo fusilaban a los rojos, acompañando el espectáculo con churros y
aguardiente. La memoria personal revive una infancia en la que los últimos
yonquis supervivientes de la fiebre del caballo dejaban tiradas sus
jeringuillas junto a la tapia del colegio. Estos dos planos de recuerdos,
atrapados en las paredes del barrio, se mezclan con el momento presente, en el
que transcurren las vidas de los protagonistas. Estos, en los umbrales de la
vida adulta, están atravesando un proceso de autodescubrimiento y aceptación;
su orientación sexual no es la normativa, lo que no deja de generar rechazo en
sus familias y en la sociedad… y no es de extrañar, dada la genealogía de odio
y represión que supura cada ladrillo del barrio. La conexión que tiende este
cómic entre la memoria histórica y la temática LGTBI+ actual es una apuesta
atrevida, jugando con la yuxtaposición de la crudeza del pasado y las
veleidades de la era del WhatsApp.
Los personajes de Rut Pedreño son
muy plásticos, emparentados más o menos lejanamente con el estilo de autoras
contemporáneas como Genie Espinosa, Moa Romanova, Sole Otero o Léa Murawiec.
Son figuras humanas con volumen y con peso, sólidamente enraizadas en la
tierra: sus pies enormes las anclan al espacio que las rodea. Frente al
dinamismo que tantos otros autores de cómic ponen en valor por encima de todo
lo demás, el arte de Rut es deliberadamente estático. Las figuras se pegan al
papel en un gesto arcaico, hierático, muy deudor también del encanto naif de
los álbumes ilustrados infantiles. El personalísimo ritmo de Al otro lado de
la vía es resultado de combinar la estática corporeidad de sus dibujos con
una actitud contemplativa en la narración, que va hilando secuencias
aparentemente inconexas pero que acaban por conformar un fresco coherente del
barrio, su latido y su memoria.
Este cómic utiliza también el
recurso de los símbolos. Entre ellos, las llaves de casa, refugio seguro en un
mundo hostil, los pájaros “como una uve” que
vuelan a través del espacio y del tiempo, o los perros que aparecen
continuamente en la historia: desde los perros callejeros, con un punto
goyesco, que lamían los charcos de sangre en la Guerra Civil a los perros
domésticos de hoy día, que crean vínculos entre las personas. Pero lo
verdaderamente expresivo de este cómic no son los símbolos, ni los rostros de
los personajes, ni lo que estos dicen en los bocadillos: lo expresivo es el
arte en sí, la rotunda plasticidad de cada viñeta. Rut experimenta con
distintas técnicas: masas de color sin línea, líneas duras, blanco y negro con
tramado o los tonos rojizos que nos remiten a los horrores de 1936.
Se trata, en todo caso, de un cómic
muy visual; si el noveno arte se define como lugar de encuentro de la imagen,
la palabra y la secuencia, últimamente me estoy encontrando con una tendencia
entre los autores jóvenes a desequilibrar la balanza a favor de lo visual. Sin
ir más lejos, me quedé con una sensación parecida tras leer Encías quemadas
de Natalia Velarde; salvando las diferencias de estilo y de carácter entre
ambas obras (la de Rut es serena y contenida, la de Natalia es dinamita pura),
las dos beben de un mismo espíritu fanzinero y experimentador y una misma
intención de abrirse el corazón ante los lectores, salga lo que salga. En el
caso de Al otro lado de la vía, este acento en lo visual consigue
trasladarnos emociones con gran intensidad, en mi caso una reposada melancolía
de extrarradio que me llega a través de la fuerza y la sencillez de sus
imágenes. En definitiva, estamos ante una lectura muy recomendable, no solo por
su valor artístico sino para que aprendamos a ver Valladolid con otros ojos.

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